Cuando la música se vuelve la verdadera protagonista de una historia llena de personalidad

Entre los efectos especiales, los personajes extraídos de otros medios y el sentimiento de blockbuster veraniego, el cine ha perdido ese factor sorpresa que convertía personajes originales en hitos de la cultura pop… por suerte Baby Driver es todo lo contrario; una película que no nos obliga a conocer todo un universo, con personajes en situaciones que podemos entender de forma sencilla y con un encanto que nos hace querer escuchar el soundtrack al subirnos a nuestro auto.

Baby (Ansel Elgort) es el conductor de un grupo de criminales dedicado a asaltar bancos de forma que estos robos parezcan una coreografía perfecta. Cada golpe es planeado por Doc (Kevin Spacey) quien busca de manera minuciosa que su equipo logre escapar con el botín sin prácticamente disparar una bala. La habilidad del “chofer” es indispensable para cada atraco y ese nivel al volante solo puede ser comparado por su obsesión con la música, misma que le sirve de terapia y hasta inspiración para cada misión.

Baby es el único miembro del equipo que solo actúa detrás del volante y por razones que van más allá de querer hacerse rico antes de los 30. Luego de saldar una deuda pendiente, Baby cree haber quedado fuera del negocio, pero las cosas no serán tan sencillas. Un nuevo trabajo ha salido de imprevisto y la lealtad del conductor será puesta a prueba a costa de la seguridad de sus seres queridos.

En términos generales la historia nos podría recordar otras 50 películas de acción con temática similar. Sin embargo, es el estilo de Edgar Wright lo que hace única la aventura de Baby. En primer lugar, tenemos al reparto encabezado por un apenas conocido Ansel Elgort, quien a pesar de no hacerlo mal queda muy lejos de lo mostrado por Jon Hamm, Jamie Foxx y, por supuesto, Kevin Spacey. La diferencia entre las interpretaciones hace más evidente el papel de cada personaje en el equipo, lo que genera mayor tensión en los momentos clave.

Donde Ansel logra rescatar su papel es las secuencias de persecución. Su personaje está diseñado para desatar sus sentimientos tras el volante y con la música sonando desde su iPod; cada escape es acompañado por una canción diferente, solo que a diferencia de todo lo que conocemos en Baby Driver la música dirige los cambios de velocidad, vueltas y demás trucos en la carretera. Baby Driver sería prácticamente nada sin el ritmo que Wright logró ajustar a la cada canción.

Sobre la música podríamos seguir diciendo muchas cosas, como que no es accidental por sonar en la radio, sino que la historia nos obliga a tenerla presente como si fuera un personaje más. Incluso ahí la dirección rescata la molesta obsesión del protagonista por escuchar su iPod, con un mensaje que da fuerza a una trama que se vuelve efectiva por el encanto del escenario y sus protagonistas. Como si estuviéramos viendo La La Land con escenas de acción salidas de Fast 8.

Baby Driver no es una cinta que proponga un estilo nuevo o que se destaque por su trama. Más bien nos encontramos ante una combinación de elementos tradicionales del cine de acción, una historia de amor y un estilo visual interesante que logra mantenernos atentos a todo lo que ocurre en pantalla. Dirección, fotografía y los efectos prácticos son características que superan por mucho una historia que podría tener más fuerza un mundo fantástico estilo Kingsman o Scott Pilgrim.